El poder del no
Es una simple palabra de apenas dos letras y una sílaba, pero qué fuerte es su contenido y cuántas historias hubieran sido diferentes, de haber sido pronunciada a tiempo.
Todos los escándalos de corrupción que ocupan en estos días los titulares se hubieran evitado, si uno solo de los eslabones de la cadena de complicidad colectiva se hubiera resistido a ser utilizado en los esquemas mafiosos. Bastaba un golpe de conciencia, a tiempo y con firmeza, para evitar la consecución del proyecto criminal o por lo menos, retardarlo hasta encontrar otra alma más débil dispuesta a reclutarse en la trama.
Un no oportuno evita tomar las peores decisiones cuando un llamado de sensatez arde como flama en el pecho clamando por salir a la superficie, a través de una negativa a una propuesta indecorosa, a un negocio -que por fácil es tramposo-, a una pregunta que pudiere cambiar el destino de toda una existencia, a una decisión errada que pudiera definir la unidad de una familia.
El afán por quedar bien y la cobardía de ser diferentes ante la escasez de valores y principios, nos convierte en serviles marionetas sobre un escenario en el que es más fácil asentir a lo propuesto, que lidiar con las consecuencias de abstenerse y dar un paso al lado para dejar pasar la tentación, sin montarse a bordo. Decir sí a una elección de un camino de vida implica muchos no a las atracciones que se presentan en las veredas.
La afirmativa es simpática, agradable, acogida y aceptada socialmente. La negativa, en cambio, es odiosa, combativa, controversial, indeseada, sorpresiva e incómoda, pero necesaria y contundente, aun sea una especie en extinción. Es esa piedra en el zapato dentro un ambiente repleto de “síes” irresponsables y permisivas tolerancias, es la diferencia sustancial entre el bien y el mal.
Cuántos vicios, inconductas, manías y perjuicios se evitarían o detendrían sus embates con una declaración certera de ese pequeño adverbio cargado de tanto sentido, como para definir un sendero que, de otra manera, se tuerce irremediablemente y en el que se sigue transitando con galope desbocado, porque el silencio es también una aceptación disfrazada.
La tendencia a ser políticamente correctos y socialmente aceptados nos hace creer que basta con un papel pasivo de dejar pasar, pero ese sutil movimiento de cabeza hacia los lados, frente a una inclinación genuflexa, es el cambio abismal que no todos tienen la fortaleza de asumir, pero del que cada uno es el responsable, por más presiones externas o arrepentimientos tardíos que se pretendan alegar.
Cuántas honras se han visto mancilladas, nombres apuntados con el dedo acusador y trayectorias intachables convertidas en desechos porque faltó la valentía del no.
Si todavía alguien duda del poder de ese monosílabo, basta visitar nuestras cárceles y mirar el prontuario de empresas quebradas, matrimonios destruidos o jóvenes descarriados, historias fallidas de muchos “nos” dejados de pronunciar en el momento oportuno, la hora justa y la ocasión indicada.